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01 noviembre 2006

LA ESCALERA


En su momento fue uno de los edificios más importantes de la ciudad, muy popular, de los más altos y quizá de los más voluminosos. Su patio de entrada es muy amplio, hondo, con una lámpara araña de bronce bajo un techo con talla palaciega. Cuatro escalones de mármol comunican con el hall, en el que dos ascensores laterales y un escondido montacargas dan servicio a una treintena de familias. En él está la portería en la que, junto al enorme hueco de la escalera que bajaba desde el cielo, trabajaba mi padre. Junto a mis padres, mis tres hermanos y mi abuela, en el último piso de aquel serio edificio teníamos la vivienda, disfrutando de una terraza enorme en la que igual jugábamos al balón que al escondite.

A mis siete u ocho años, como a los de cualquiera en semejante edad, se me prohibía coger el ascensor en solitario. Para subir aquellos once pisos tenía que recurrir al acompañamiento de cualquier mayor, cosa que me resultaba muy fácil; al menos, mi padre, siempre estaba allí. Pero bajar era mucho más sencillo, no necesitaba de nadie.

Así pues, deseoso de salir a la calle o por cualquier otro motivo, me lanzaba escaleras a bajo con la ligereza de mis pocos años ayudado por la ley de la gravedad, lo que conseguía sin peligro alguno gracias a mi pericia y al conocimiento del terreno que me servían para alcanzar una gran velocidad. La escalera es de mármol, con tramos largos de ocho escalones que con dos o tres zancadas los bajaba. Cinco tenían los cortos para los que me bastaba en ocasiones con una sola. Los rellanos, espaciosos y con cuatro o cinco viviendas, me servían para bien poco a no ser para contarlos y era en los cuatro recodos del pasamano, que nunca debía soltar, cuando cogía mayor impulso en mi descenso.

Si los pájaros disfrutan volando a mí me pasaba lo mismo y jamás fui alcanzado por nadie que me arrojase sobre el suelo. Del decimoprimero al cuarto siempre había luz solar gracias a los amplios ventanales situadas en la parte trasera del edificio, pero a partir del tercer piso sólo los automáticos iluminaban mi descenso. El segundo y el primero con las luces apagadas representaban la oscuridad total. Aún quedaban dos alturas para llegar al patio, las de los despachos que siempre tenían la claridad de los anuncios. Pero el peor momento de la bajada era mi paso por los oscuros segundo y primero pisos que Vds. pensarán podían encerrar cierto peligro, pero no van por ahí los tiros. La oscuridad tenía otros pagos.

Llegado en mi descenso al segundo piso, la oscuridad se mezclaba con el miedo que sentía en el tiempo que necesitaba para pasarlos, lo que me hacía ir aún más rápido para bajarlos en un santiamén. Eran unos momentos de angustia en los que no me podía permitir parar. Muchas veces los pasé a oscuras porque me los sabía de memoria y un fallo por un traspié era un imposible porque mi seguridad era total, pero… ni siquiera podía frenar para activar la luz en el rellano, el temor me lo impedía.

Si mi seguridad estaba sellada al pasamano el miedo se engullía en mi interior y mi cuerpo sentía el cosquilleo de la angustia. No me faltaba el aire porque éste nunca huye, como aquellos rincones oscuros que sentía a mi paso, siempre fijos y donde en cualquier momento “alguien” podía salir para cortarme el paso.

Llegar a la zona de luz significaba el alivio. Detrás quedaban mis temores y mis miedos, dentro del cajón oscuro de mi alma. Sólo la inconsciencia de mis años cuando llegaba al final del descenso, hacía que me olvidara de todo y la luz venciera a la pesadilla. Los motivos, ocultos en mi cajón, eran cosa mía y a nadie le importaba.

(“La escalera” es un relato modificado del que ha participado en el 11º Proyecto Anthology. Tema Oscuridad)

Noviembre 2006-11-01

2 comentarios:

Pele dijo...

Buen relato. Me ha parecido una buena metáfora eso de pasar deprisa por donde no hay luz.

Un saludo.

Anónimo dijo...

Me ha gustado este último recuerdo de tu niñez. Yo también acostumbro a relatar, usando un poco de memoria y un mucho de imaginación, algunos pasajes de mi vida, cuando la inocencia aun anidaba en lo mas hondo de mi desaparecida y añorada niñez. Siempre es bonito ver como el paso de los años se lleva los malos momentos y nos deja aquellos que nos permiten compensar el cotidiano sufrimiento. Volveré a leerte; siempre es grato comprobar que hay otros como yo que piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor, aunque no fuere así. Un saludo de Incongruente