
El Águila de Toledo nunca nos mintió, porque sus cartas estaban tan claras como el agua que humedecía su rostro seco tras la angustia de una escalada, cuando los fieles seguidores trataban de reconfortarle arrojándosela a su cara. El hombre encima de la maquina era y representaba simplemente eso, el esfuerzo acelerado hasta el límite de sus fuerzas y dando lo mejor de sí mismo.
Ahora ya son otros tiempos, y la Formula Uno está al alcance de todos los españoles y los motores rugen quemando combustible como si éste sobrara, acelerando en la recta o frenando en la curva acolchada donde toda protección es poca. Ya no es cuestión solo de bizarría, porque los caballos braman y arrinconan a los pedales y su aceleración o desaceleración ya solo es cuestión de acariciar el pedal en el modo y momento precisos, si bien con inteligencia, también con el mínimo esfuerzo. Pero Fernando Alonso, que no tiene nada de Águila de Toledo y sí de recauchutado panel publicitario, tampoco miente a nadie y nos habla claro y rotundo de cómo ser el número uno superando a otros en la velocidad que imprimen, embriagado por la parafernalia que le aúpa al pódium de su gloria.
Sin embargo, hay otros caminos por donde todos tratamos no de llegar los primeros, sino de penar manteniéndonos, y ello, por las enormes dificultades que salen a nuestro encuentro sin que estén a nuestro alcance ni los pedales bizarros ni el dominio del motor que trata de irrumpir en nuestras vidas, entramado al que nos vemos obligados a sucumbir.
Es el motor de la crisis que ahora nos tratan de ocultar, hablándonos de la desaceleración como si aquella no existiese. Nos recrean pues en esa carrera en la que si el Águila de Toledo aún estuviera presente, como lo haría surcando el cielo -cuestión en la que ya no hay que creer- lo mejor es ignorarlos: al cielo y a la crisis. La cosa está muy clara: ausente la crisis, la presencia de la desaceleración nos llena de esperanza. Como cualquier vulgar cuento de chinos.
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