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04 abril 2008

CARÁCTER VALENCIANO


Acostumbran a decir “el Levante feliz”, pero tras el elogio, a veces con el tinte de la envidia se esconde la aceptación de una verdad en la que merced al optimismo de las gentes que lo integran, supo afrontar cualquier adversidad, incluso superarlas, a base de tesón y de una responsable alegría en ocasiones mal interpretada.

A la luz que nos brindó nuestro paisano Sorolla, tan de actualidad en nuestra ciudad durante los últimos seis meses, criticado por un fundado pesimismo que inundó de brumas a la generación del noventa y ocho, se unió la tragedia de “La barraca” blasquista que, no obstante, supo pervivir en el tiempo junto a “la alegría de la huerta”, cuyos sembrados, por otra parte, ocupan menos espacio en la actualidad debido al crecimiento urbano especialmente, y al “enorme campus de la Politécnica” en el que el producto de la siembra cultural, también fruto necesario y por supuesto nada despreciable, no hace más que restar trabajo al milenario Tribunal de las Aguas.

La Valencia liberal y tolerante, abierta al mediterráneo (cada vez más cercano a una ciudad de que antes vivía alejada de sus aguas), fue lugar de entrada de sucesivas civilizaciones que han ido depositando en nuestro crisol, más que la cultura de la vanidad la del desprendimiento y la de la entrega, y a ella siguen acudiendo gentes y cada vez con mayor intensidad. Acuden a la aldaba barroca de nuestra historia, confianza de la que se aprovechan otros siempre dispuestos (y con sus alforjas prestas al botín) en su pertinaz intento de apoderarse de lo que nunca les perteneció. La Valencia generosa en la que permanece intacta la alegría de la pólvora que la envuelve, la que se embriaga al mismo tiempo con el perfume de un bullicio cada vez más presente, es una ciudad cada vez más internacional.

El prestigioso doctor Rojas Marcos, profesor de psiquiatría en la ciudad de Nueva York, la capital del mundo en la que cohabitan todas las especies humanas, gran conocedor del entramado humano que condiciona al hombre, y de visita en nuestra ciudad, nos define como portadores de sentimientos positivos, a pesar de que no nos ufanemos de ello. Pone el punto sobre las íes y justo en su sitio, y acertando de lleno cuando denuncia la falsa idea de que el optimismo convive con la ingenuidad, por lo que resulta mal visto siendo esto la causa del renuncio.
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Algo así, como lo que muchos definen como “meninfotismo”: restar o quitar importancia a las cosas desatendiéndose de ellas, cuando lo que en el fondo subyace es la buena acogida y tolerancia a quienes nos visitan. Incluso a los que en ellos se anida la más perversa de las intenciones; que haberlos, haylos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El optimismo nace de una dilatada madurez.