Sólo con el simple ejercicio de darle a la moviola y libres del comecocos al que nos hemos visto sometidos en los últimos treinta y cinco años, es cuando uno puede darse cuenta de la forma en que se ha tejido todo un entramado que ha hecho posible que el “entorno etarra” se haya convertido en una bestia sedienta de sangre con el único objetivo de hacer daño. Nutridos por el cebo del odio que tanto les alimenta, en el fondo lo que les aterra es verse sueltos de la urdimbre que les atenaza, por lo que su única dedicación es mantener cerrados los postigos de su propia libertad que cualquier ser humano anhela. Condición ésta que consigo mismo destierran quedando a merced de un instinto salvaje que, como una droga, les han pinchado en sus venas.
Si en la región vascongada -prisionera del atrezzo hecho al gusto de un par de iluminados expertos en montajes de falsas bambalinas- y desde la platea de las verdes montañas, o desde los palcos de sus austeros caseríos, vieran muchos de sus antepasados fieles a su paisanaje, la función que se ha publicitado por las tres provincias vascongadas tan ajena a sus siglos de historia, de seguro dirían que este no es mi Patxi que me lo han cambiado.
Pero no fueron los Baroja, Unamuno, Samaniego, López de Ayala, Legazpi, Elcano y un largo etcétera, intelectuales unos y con agallas otros, los reencarnados cuya bonanza tan buenos frutos hubieran dado al buen pueblo vasco, sino el de “un nuevo amanecer” encubierto en pecado de apostasía por un jesuita que con el testigo de un febril Sabino Arana, haya sido el causante de tanto desafuero y cuyo peor fruto ha pincelado de sangre los ríos de tan bellos parajes vascos.
Hacía mucha falta en la política vasca un lendakari como el actual que no tiene ninguna duda de su españolidad. Decidido también a la denuncia de tanta falsedad y en llevar a la cárcel a quienes su carne es de presidio.
Endurecer las penas y cumplirlas en su integridad es un simple compromiso que debiera tenerse con la sociedad que sufre la lacra del terrorismo. Sin embargo, más parece, y lo es, una loa al desatino la decisión del juez Eloy de Velasco, que sentado en su mesa, bien de moderno diseño, bien de noble nogal y barrocos adornos, tire del cajón buscando la justificación que deje en la calle a quien sabe de su arrojo a los actos de terror, olvidándose, de que en el otro cajón y en sus recovecos, tiene a su disposición razones legales para negar su libertad.
Y al igual, como un insulto a las victimas debe tratarse, el corporativismo de los jueces ante un hecho cuyo resultado a la salida de la cárcel haya sido la apología terrorista en torno a una exultante etarra, sin que ningún juez, y a sabiendas, ordenara su vigilancia e inmediata detención en el supuesto de ello.
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