Cuando Rodríguez Zapatero llegó a Moncloa, seguro que sus pensamientos estaban más cercanos al goce de la confortabilidad del mullido sillón del poder, que al sacrificio de llevar a cuestas la pesada carga de su responsabilidad.
Y no es que me base en ello por su alegría de falsas soflamas anunciadoras de tiempos mejores desde las bambalinas de su vanidad y reconfortado por su fe atea, no, más bien, es que el sostener a sus espaldas la ancestral cruz que como seña de nuestros orígenes es compartida por la inmensa mayoría del pueblo español, ello, es lo que le produce, por lo visto, un cierto hastío.
Despreocupado y a más INRI, por la crisis en la docencia, de cuya calidad se cuestiona. Y precisamente en la de las mismas aulas a cuya Cruz tras la tarima se le ha puesto entre las cejas al Presidente del Gobierno de España.
Estado laico, sí, por supuesto. Pero… ¿acaso porque el río produce escollos, hace sufrir torrenteras, forma el peligro de la cascada, al transformase en un mar “in eternum” por mucho que lo contaminen, hay que ningunear, incluso en ocasiones despreciar, al manantial del que nace y mantiene su equilibrio?
Qué mejor solución pues –piensa Zapatero- que eliminar la Cruz de las aulas escolares. Lugares que en ocasión de un referéndum constitucional contribuyeron a certificar la soberanía del pueblo español y que al igual que la Cruz, él tiende a usurpar en una más de sus tretas.
Por mucho que se estirara el ranking de los desvelos del pueblo español, dudo que apareciera, ni siquiera en sus últimos puestos, el deseo de retirar de la vida publica el distintivo cultural de nuestra civilización occidental; y que él tiene la obligación de respetar, si como dice, es el Presidente de todos.
Por mucho que pretendan ignorarla desde la mezquindad y el oscurantismo de la realidad, quienes manipulados o interesados por la magia de la desaceleración, por el marketing de los brotes verdes o por los adictos a la imbecilidad de lo sostenible: la gran “boutade” de Zapatero, le sonrían con la ceja, la circunfleja.
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