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02 enero 2014

BIENVENIDO, DON CATORCE

BIENVENIDO DON CATORCE  En el viejo café no se oye una mosca. Seis mesas y cuatro taburetes junto a la barra ocupan todo su espacio. Una señora en edad de jubilar, peinada en permanente y de cabello rojizo, atiende a tres clientes que reposan sus brazos sobre el mármol, mientras sostienen en sus manos sendas copas de brandy.

Sin contar el taburete vacio, el café está al completo con sus mesas ocupadas por una clientela diversa que se mantiene en un silencio sepulcral. De la pantalla de un televisor de plasma de tamaño medio apenas se escucha un estribillo perenne, tanto en cuanto dos niños pulcramente vestidos fijan sus miradas en unas bolas que con sus manos han sacado de un canalillo acoplado a un bombo que por momentos está quieto.

El del centro, con su copa medio llena, de vez en vez, gira el cuello, mira a los niños cantores con gesto resignado y labios fruncidos. El que tiene a su derecha, lee la prensa del día con semblante serio, como si no le gustaran sus noticias, pero sin extrañarle, como esperándolas; con los dedos de la mano izquierda tamborilea la hoja de papel y con la otra acerca la copa a sus labios.  El de su izquierda, absorto, mira fijo hacia la puerta de entrada con la misma atención que si mirara a la máquina tragaperras de su cercano rincón, desconectada de la red.  De hecho, instantes antes, así lo hacía como esperando una respuesta a sus vacios pensamientos. 

En una mesa una pareja jovenzuela se coge las manos chocando sus miradas, pero sin decirse nada. De sus ojos emerge un código que sólo ellos entienden, y por su juventud, se diferencian del resto  de los presentes quienes permanecen atentos al televisor a falta de una mejor referencia que les distraiga.  La señora de permanente rojiza, tras la barra, coge el mando de la tv y cambia de canal, fijando en el que aparece una rechoncha mujer leyendo las cartas de un tarot que va dejando sobre la mesa a su frente, sin que ello suponga cambio alguno en la clientela del local, que a excepción de la pareja ensimismada en sí misma, sigue atenta a la pantalla con el mismo detenimiento que de manera alternativa se recrea en la nada.

Es cuando entra un policía que ocupa el taburete vacio y pide un vaso de agua que, con prontitud, es atendido.  De forma inmediata vacía el vaso y escudriña el bar. Es recio, de envergadura atlética y cuelga en su cintura unas esposas, al otro lado del cinturón una pistola con la funda desabrochada. Su semblante serio se muta al de sonrisa complaciente cuando descubre a la pareja ensimismada en el mismo instante que se levanta; y mientras la chica se pone el abrigo, el  joven que aparenta tener unos años más, saca diez euros y los deja sobre un lado de la barra en el extremo contrario a donde está el policía que observa a la joven.

La pareja abandona el local y el policía ocupa su mesa estirando las piernas, se recuesta sobre la silla metálica al tiempo que con un gesto de atención reclama la presencia de la de permanente rojiza a quien le enseña la foto de un hombre por si acaso le reconoce. Tras su negativa, vuelve tras la barra, coge el mando y retorna al canal televisivo cuyo estribillo se esparce por el café sin que nadie le preste atención.

De repente la imagen de los niños cantores de la tele ocupa toda la pantalla elevando la voz, mientras repiten una, dos, tres veces el premio mayor que es acogido con fuertes aplausos por el público expectante que llena la sala mostrado por el zum de la cámara televisiva.

La de permanente rojizo coge el mando de la tele y lo apaga y el vuelo de la mosca sigue imperceptible en un ambiente de silencios entre vahos de resignación.

Diez días después es Año Nuevo, el descorche del cava despierta ilusiones, el parte meteorológico anuncia días de bonanza, las líneas isobaras están en ascendente y en el concierto de Viena no cabe un alma.

Bienvenido, Don Catorce.

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