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15 agosto 2008

FELIPE CARLOS, EL REY DE LA PAZ


Anochecía. El frio se hacía cada vez más intenso en los jardines junto al palacio. Fue en ese instante cuando notó los primeros dolores en su vientre y que al ser más seguidos, la llevaron hasta su alcoba alertando a su fiel ama que junto a ella se paseaba. Intuía la reina que se le adelantaba el parto, el esperado para un mes más tarde, una vez acomodados en su confortable residencia de Oatlands.

Hampton Court, el palacio cercano a Londres donde se encontraba en esos momentos María, la Reina de Inglaterra, estaba en fase de remozamiento de sus instalaciones, por lo que no estaba bien acondicionado para tan inesperada ocasión. Avisado el rey Felipe, se dieron las órdenes precisas para trasladar unas estufas tanto al salón contiguo como al de sus aposentos, preparar las ollas con agua bien caliente y las de procurar sábanas blancas y ropas de algodón para el regio nacimiento que estaba pronto a llegar. Llegaba la primavera, pero el viento entraba por las rendijas del palacio, cuyos agudos soplidos más parecían aullidos de lobos en una gélida noche de invierno, propia de una estación que el tiempo se resistía abandonar.

Pese a que aún faltaban unas pocas semanas para el parto, la presencia del médico de la corte y la de una comadrona habían tranquilizado al Rey, quien dirigiéndose a su despacho mostró su alegría a la espera de que naciera un varón. Varón en quien un día descansaría la corona de todas las tierras conocidas hasta entonces, y que ya parecían ser todas.

-¡Alteza! ¡Un varón! Un sano y hermoso niño, fuerte, como lo demuestran sus lloros y sus manitas rollizas que se cogen con fuerza a las mías. Rubio y de mentón prominente, como su abuelo, a quien debe vuestra Alteza mandar presto un mensajero que le haga llegar la feliz nueva- le dijo llena de alegría la fiel ama de María Tudor.

Dueño de su prudencia, el monarca pasó primero a la alcoba, y tras ver a su esposa junto al hijo en sus brazos dio las gracias a Dios. Acercando sus labios los besó varias veces, repitiendo en cada caricia su gratitud al Altísimo. Visto con sus propios ojos lo que tanto anhelaba y que sabía lo mucho que iba a satisfacer a su padre, regresó a su despacho para mandar un escrito al Emperador, quien se encontraba en Flandes purgando sus penas, fruto de unas luchas que no sabía cómo superar.

Pasados unos meses, restituida la confianza papal y restaurada y fortalecida la fe católica en Inglaterra ante la presencia de un heredero, hijo de un padre bien adoctrinado, todas las frustraciones que se habían adueñado del Emperador abandonaron sus pensamientos y un horizonte de esplendor que parecía haberse oscurecido, surgió radiante como respuesta a unos deseos que ya venían de antiguo.

La política matrimonial de los católicos reyes, secundada por su nieto Carlos, dueño de medio mundo, iba a tener continuidad en el joven Felipe, ya Rey de Inglaterra, de Nápoles y de Sicilia; y que pronto lo sería de España y de Portugal y de todos los territorios de ultramar. El recién nacido era pues, el mejor garante para el futuro y todo hacía presagiar lo fuera de paz. La mayor esperanza radicaba en que María Tudor, viendo un horizonte sin peligros, renaciera en ella los sabios consejos de su madre Catalina, nacidos en ésta de un humanismo fruto de su amistad con Luis Vives, y que iban a facilitar la hermandad en Cristo en todos los creyentes. Lo que sin duda también, influiría en el carácter de su esposo Felipe el Prudente, obligado a cerrar las heridas que habían llenado de sangre las tierras de Europa.

Los Habsburgo e Inglaterra unidos en el Imperio Español, debilitada en su soledad Francia y el Santo Padre obligado en aceptar su dedicación al gobierno de su Iglesia y excluido del poder terrenal, iban a dar siglos de gloria a la Cristiandad. Ausentes las guerras de religión y los corsarios por los mares, el giro que tomó la historia fortaleció a todo el continente, en el que a partir de ese momento se iban a escribir páginas de paz.

Así fue lo que ocurrió gracias a un niño nacido en Hampton Court, bautizado en la fe católica y que años más tarde coronado con el nombre de Felipe Carlos, pasó a la Historia como el Rey de la Paz, al poner un punto a final a tanto desenfreno.

Y así sucedió. Y no como la historia que ahora nos cuentan, fruto de la ambición y cuyas únicas secuencias representan episodios de cismas e intrigas, de guerras crueles, de baños de sangre, pero que por fortuna sólo residen en nuestra imaginación, como un sueño inexistente. Adulterada por los de siempre, y que aunque lo parezcan en nuestro convencimiento, no ha sido más que un pesadilla de terror.

La noria, que gira y gira sin cesar, de repente y de manera inesperada, cambia su norte y toma las aguas desviándolas hacía otra parte, que más humilde y yerma de ambición agradece de su presencia creando valles floridos en los que reina la paz.

¿Hubiese valido la pena el nacimiento del regio varón? No todas las preguntas tienen contestación, pero quizá en el riesgo encontrásemos la mejor de las respuestas.

(“Felipe Carlos, el rey de la paz” es un relato que ha participado en el 35º Proyecto Anthology. Tema: ¿Qué habría pasado si...?)

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