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04 abril 2009

POLVILLO DORADO

Con los pocos ahorros tras sus diez años de trabajo como jornalero del puerto, ni siquiera tenía lo suficiente para comprar un billete que le llevara a Paris, la ciudad con la torre más alta del mundo y desde la que anhelaba ver todo el Atlántico hasta alcanzar un punto lejano donde escrutar con sus propios ojos la estatua de la Libertad.

“El mundo en sus manos” de Gregory Peck se resistía y Julio Verne desaparecía de su mente por miedo al reto de un fuego avivado en el interior de sus añoranzas, lleno de brasas vacilantes que frenaban su acercamiento.

Bajó a la tienda de Juana, su amiga de muchos años, dueña de un pequeño mercadillo con la que compartía veladas, donde gastó sus pocos ahorros en rollos de papel engomado: el único remedio para su propósito ya en su mente desde hacía unos días.

-Igual me embarco y cuando subas a mi casa ya no me encuentras - Le dijo abandonando la tienda no sin antes darle un beso.

Entró en su cuarto iluminado en ese momento a través de una amplia puerta comunicada a un ancho balcón desde el que se vislumbraba la dársena del puerto, punto de llegada desde cualquier lugar del mundo como tantas veces vieran sus ojos, abiertos de ensueños, y por el que quiso escapar sin atreverse nunca a ello.

Encendió un pequeño aplique sobre la pared, bajó la persiana y cerró el ventanal para que no entrara ni un rayo de luz en cuyas grupas disfrutaba al contemplar el polvillo amarillento navegando ante sus ojos llegado de los lugares más remotos como en muchas ocasiones hiciera.

Ni una sola rendija de aquel su refugio quedó sin sellar al exterior, al igual que la puerta de entrada. Y hasta agotar todos los rollos, una tira sobre otra, continuó aislándose del mundo ignorando su presencia. Ya nada quería de él. Una pequeña trampilla cercana al techo, comunicada a la cocina, era su único resquicio.

Se tumbó en la cama no sin antes acercar a su pie al destartalado espejo que tenía colgado en la pared y tras fijarlo adecuadamente, su cara de gallina apareció sobre la superficie de un cristal casi opaco que trataba de ignorarle.

Y frente a él se encontró con cierta dificultad pero con mucho enojo. Tenía ganas de verle cara a cara y decirle muchas cosas. Fue aquella la ocasión que esperaba. Con seguridad no tendría otra.

-Dime cobarde, qué de aquello que tantas veces te juraste, qué de tus caminos de estrellas, qué de tus embriagadoras promesas, qué de tus lugares mágicos, qué de aquel pódium de gloria, qué de tantas cosas sin que ni una de ellas haya logrado siquiera haberlas acariciado por un leve instante con las yemas de estos dedos unidos a mis deseos. Dónde, dónde están todos tus sueños prometidos y qué de la promesa que un día emprenderíamos camino hacia lo desconocido desde el mar que nos vio nacer y del que ahora nos separamos para siempre. Tú, tú con tus vanas palabras dejándome en mis desengaños, qué de... qué de… aquello… qué…

Y un dulce siseo penetró desde la cocina llevándole a un letal sueño rumbo al Dorado que anhelaba conocer.

(“Polvillo dorado” es un relato que ha participado en el 44º Proyecto Anthology. Tema: HABITACIÓN PARA DOS)




1 comentario:

Anónimo dijo...

Para dos personas, pero en realidad,y un solo dios verdadero.
Iván