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11 octubre 2006

"EL LIBRO DE ..."

La biblioteca estaba llena de polvo y su aspecto denotaba que, aparte de él, en aquella vieja librería y en muchos años, no había entrado ni un solo rayo de luz. Su atmósfera densa gravitaba en la oscuridad y cuando abrí un ventanal, no sin esfuerzo, la sacudida de la luz solar delató los muebles enfundados y los cuadros como los candelabros igualmente protegidos mediante paños que en algún tiempo debieron ser blancos. Fue cuando tuve la certeza de que en muchos años, por allí, sólo había pasado el tiempo.

Tuve un libro en mis manos y su titulo me llamó la atención: “El libro de…”. Su color, como el de los miles de libros que le acompañaban era el del trigo maduro. Su aroma, semejante al alcohol de baja graduación, era la de siempre en este tipo de tomos que tienen mucho de reliquias, y, que al abrirlos, aparece en ellos, entre sus tapas, la amenaza de la carcoma. Quizá, la humedad del cantábrico sobre aquel palacio arriba del acantilado, propiedad del único indiano de la familia, era quien había dejado en ellos su huella destructora.

La razón de haberlo cogido fue que me fijé en el lugar donde más polvo había y al apartar éste con mis dedos, me llamó la atención por ser el único libro cuyo lomo, estaba vacío de letras. Su titulo indefinido aumentó mi interés y tras unos soplidos de limpieza quise saber de él. En aquel mismo instante sonó mi móvil: era una llamada de la Notaría que me confirmaban la hora de mi presencia. Me citaban como heredero universal de los bienes de un pariente de mi padre y dueño de aquel viejo caserón. El tiempo pues me apremiaba, me guardé el libro y abandoné el lugar.

De vuelta al hotel, para cambiarme de ropa, no lo pude resistir, me tumbé en la cama y abrí el libro. “El libro de…”, repetía en su primera página. Ni un solo dato. Ni la editorial, ni su año de edición, ni siquiera una dedicatoria, ni su autor. Todo aquello me resultó tan enigmático como sorprendente.

Pasé la hoja: Capitulo I; estaba en blanco, pero sin embargo, abajo, un “-3-“ daba vida al libro. Avancé por ellas y todas estaban huérfanas de palabras. El número impar a pie de página iba creciendo como único testimonio de lo que me asombraba.

Aquello era alucinante y tras abaniquear sus hojas allí estaban inmaculadas, solitarias, las entradas a los Capítulos II, III… XI y XII. Jamás había terminado un libro tan rápido cuando me impresionó ver al final, de forma inequívoca, sola, la palabra Fin; era el primer vestigio de algo claro, después de su título inicial, sin tener en cuenta, claro está, el de los “Capítulo” que sólo indicaban los inicios de la nada.

La siguiente impar era la del Epílogo con dos hojas más que le seguían y ya por fin, esta vez sí, con sus signos de escritura. Pero también ilegibles, porque si hay renglones torcidos en nuestra vida, allí solo habían como cagaditas de mosca. Ordenadas y con sus márgenes fijos, pero cagaditas de mosca. Terminaba el libro en la última línea de forma ya clara y concisa: El Autor. Ahí, lo más seguro, sí quería decir algo. Abajo el impar, el “-365-“.

Podía ser la historia de un año sabático de un autor genial que se había ganado el derecho a escribirla. Quizá el espíritu rebelde de un libro vendiendo su alma al diablo. O quizá, el homenaje entrañable al libro de quien como autor, sólo quiso dejar perpetuado su embalaje en la gran Biblioteca. Cualquiera de ellos podían ser el motivo, pero el real, jamás lo supe.

(“El Libro de…” es un relato que ha participado en el 10º Proyecto Anthology, tema: Bibliotecas/Libros)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es el mejor relato de los que has colgado.

¿Será porqué ya no toses? Hasta más leer, amigo Julio.