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17 septiembre 2008

PARA SIEMPRE

El viejo Capitán se abotonó la chaqueta según su costumbre de cuando se disponía a uno de sus habituales actos, los obligados por su mando. Bajó del puente y se paseó por la cubierta aún seca por el sol, unas horas después de haber salido de puerto rumbo a las calientes aguas del Caribe. Se fijó en la popa, en lo alto del palo de mesana, en la presencia de un pájaro extraño que descansaba sobre uno de los cabos tensados, mientras que la cangreja, ya henchida, se enfrentaba a la fuerza del viento tirando del barco que rompía las aguas en una mañana plácida, limpia de nubes y fresca por su brisa bajo la sonrisa atenta y complacida del viejo Capitán.

Jamás había visto un ave parecida, lo que le sorprendió. Había dejado Maracaibo donde hicieron escala para proveerse de ron y algún que otro marino. De ellos estaba necesitado tras haber sufrido un motín a cuyos instigadores penaron sabiendo del fondo del mar al que llegaron con un ancla sujeta al cuello. El Capitán quiso dar un vistazo al navío interesado sobre todo por conocer no sólo la bravura de la nueva leva, sino del perfil de sus miradas, de lo que se escondía en el interior de sus ojos.

Reclutados por su segundo de a bordo, se nutrían de huérfanos de oficio, de jovenzuelos que añoraban gloria, de patanes y de huidos de la justicia. De esta tarea se encargaba su leal marino a quien le debía la vida por dos veces. Sucedió cuando cubriéndole con su cuerpo en los momentos de un abordaje quedó falto de una mano y con la huella de un cruel sablazo en su cara, señales inequívocas del arrojo incondicional que atesoraba el fiel y ya más que amigo hacia su viejo Capitán, agradecido como estaba cuando de niño le salvó de la miseria llevándoselo consigo surcando los mares.

Cuando el Capitán se encaminó hacia la bodega le llamó la atención tras un vacío tonel y rollos de cuerdas amontonados junto al timón, la presencia de un muchacho que al verse observado contrajo sus escasas carnes escondiéndose aún más en el barril, en el que tras arrugar el entrecejo de su cara sucia, desconfiada y plena de temores se ocultó por completo. Igual no alcanzaba la edad de los trece años, pero su desaliño y su famélico aspecto hacían de él la apariencia de ser algo mayor. De ojos vivos fruto del hambre, llegó a verle sentado sobre el culo de un pozal, éste vuelto al revés sobre el suelo húmedo producto del vertido pestilente que lo guardaba. Entre sus pies descalzos hormigueaban restos de unas migajas de pan, las que alertaron al Capitán del apetito atrasado que debía acuciar al estomago de aquel joven escaso de carnes pero abundante de inmundicias.

Escudriñó en él su mirada y para sacarlo de su refugió tiró de una de sus orejas con una acción no exenta de cierto melindre, caminando juntos al camarote. Lo metió en su bañera, le ofreció su mesa, guarnecida con un buen un guiso de pescado, un trozo de carne seca y un vaso de ron para que se repusieran las fuerzas de quien iba a convertirse a partir de aquel instante en su ordenanza más directo.

Pasado el mediodía y a muy pocas millas de Haití cuando una fuerte tempestad hizo temblar las cuadernas de la nave. Los crujidos de las jarcias incapaces de soportar su fuerza salvaje desarbolaron su velamen quedando a merced de las olas, más del peligro oculto de los arrecifes a los que se aproximaban.

Furiosas lenguas de agua fustigaban su quilla que oculta por las olas era un juguete en manos de un mar embravecido. ¡Sálvese quien pueda!, gritó el Capitán cuando tan solo era él quien quedaba en su puesto observando cómo las fauces del mar engullían a toda la tripulación en medio de un remolino que creciente, circundaba en torno a él.

Calmáronse los vientos y sobre una sábana de plata una flecha incandescente pespunteada de estrellitas doradas marcaba el punto lejano por donde se escondía un disco de sangre, ennoblecido de luto: el del silencio, ajeno, sin embargo, en aquel instante a todo lo que significara algo de valor.

Sólo un barril de pólvora navegaba por las ahora tranquilas aguas conducido en su grupa por un fiel marino, de cuya garganta sólo se escuchaba: ¡capitán! ¡Capitán!... y el eco de su fidelidad: los fuertes vestigios de la lealtad, triunfantes siempre sobre el empuje vigoroso de cualquier tipo de tempestad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Parece escrito por un viejo lobo de mar. Has metido casi todos los terminos marinos. Ni que fueras Pérez Reverte. Está bien el árticulo.
Iván