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01 noviembre 2008

TENÍA QUE DEJARLE MARCHAR

Desde el punto en el que nace la creencia de que la vida puede ser maravillosa hasta el del temor de que nos puede representar en un breve instante el más dramático de los sucesos, existe un extraño trecho llenos de curvas de escasa visibilidad en cuyo punto medio, el de la virtud -como suele decirse en los casos enfrentados- presenta el aspecto de la carnavalesca máscara veneciana, la que se muestra gentil de cara pero de revés trágico: el de la maleza de sus cabellos, donde a veces se esconde la mayor de las tragedias.

Las carreteras, que en su utilidad sirven para unir a los pueblos, lo hacen a veces por terrenos sinuosos de secos barrancos utilizando torrenteras no aptas para su principal cometido. Como es el caso sucedido entre dos pueblos cercanos, un pequeño, muy pequeño, y el otro en continua expansión empujado por un turismo hambriento de playas famosas que lo hace crecer, donde la existencia de un trecho que les une hace que puedan estar unidos.

De corto recorrido, su tránsito no es importante, por lo que es un camino resuelto al olvido, salvo en los casos que suceda algo como en este caso terrible. Ese extremo que nos ofrece la vida que, aunque escondido, aparece hartas veces.

Y en él me la imagino aupando a sus dos hijos a un lugar seguro donde las aguas no segaran sus vidas, la que también ella necesitaba para salvarlos de la muerte.

Todo sucedió muy rápido, como siempre suelen suceder estas cosas. El agua, de repente, surgió y se hizo dueña del habitáculo donde iban la madre de veintiocho años con sus tres hijos, el pequeño de pocos meses, sentado en su sillita y los dos mayores de seis y ochos a los que a ambos sí pudo sacar del coche. Y tuvo que tomar una decisión cuando vio peligrar sus vidas fuera de la ratonera, las de los dos mayores que se los llevaban las aguas como también a ella. Todo sucedió fugazmente: cuando vio el coche inundado y sin nada que hacer por la vida del bebé que en su interior permanecía ignorante de lo que allí sucedía.

-Aún pude despedirme de él, y decirle que me sabía muy mal, pero que tenía que dejarle marchar entre las aguas. El agua nos quería llevar a los tres, aunque pudimos salvarnos –nos dice la madre cuando narra los hechos, llorosa y compungida.

Despedida a su niño que nunca olvidará, rota como roto ha quedado el camino por donde iban en su coche, lugar por el que cada vez que pase será el del recuerdo de una despedida a la que se vio obligada en aquel instante.

Sin embargo, el consuelo de haber salvado la vida de sus otros dos hijos, contribuirá a su fortaleza, la que por desgracia nunca será el punto medio donde reside la virtud, flanqueado éste por lo terrible que nos depara la vida a veces y lo maravillosa que nos resulta en otras. En este caso, el punto medio, que no el de la virtud pero sí el de la desventura, será el existente.

(“Tenía que dejarle marchar” es un relato que ha participado en el 38º Proyecto Anthology. Tema: Despedida)

1 comentario:

Anónimo dijo...

A todo le sacas punta por muy atípico que sea. Muy acertada la exposición de esta autentica tragedia.

Ivan I