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19 diciembre 2008

EL VIEJO INSTITUTO


En las paredes del viejo Instituto empezaron a surgir grietas cada vez de mayor tamaño. En su tejado destartalado, las tejas volaban en los días de fuerte viento, mientras que la humedad pasaba a sus aulas creando un ambiente frio, desangelado, lleno de peligros ante algún que otro desprendimiento sobre el patio interior del centro.

De forma inmediata se cerró el edificio, y llevaron las clases a un antiguo convento abandonado en los arrabales de la ciudad con la esperanza de solucionar lo antes posible los daños del viejo Instituto. En éste, quedaban desamparados su claustro de bellos mosaicos, su patio abierto repleto de bancos en torno a una fuente, una capilla situada en uno de sus lados, junto a una magnífica biblioteca en su ángulo, del que por una escalera a las dos plantas, se llegaba a las aulas. Aun quedaba la parte alta, con una torre cuadrangular a cuatro aguas: una especie de desván lleno de trastos viejos y desvencijados en el que se anidaba la humedad.

La restauración pensada para un solo curso escolar se hizo eterna, pues hicieron falta cinco largos años para que el viejo instituto pudiera reabrir sus puertas. Llegado el día, supuso una gran alegría para los alumnos, así como para el profesorado. Menos para el de Literatura, que cuando vio que la Biblioteca estaba vacía de libros, mentó a los diablos, a pesar del esplendor que mostraban las viejas estanterías, impecablemente restauradas.

Alguien alertó al profesor, y éste subió rápido a la torre en la que estaban hacinados, destrozados, humillados, todos los libros para él tan queridos. Quedó el maestro estupefacto viéndolos incrustadas unos a otros sus tapas, mientras se doblaban sus hojas manchadas de pintura, de yeso, así como dolorido al ver tantos lomos sueltos, perdidos por el suelo: tal follaje amarillento repleto de cuadernillos sueltos de los que salían hilillos: regueros de sangre seca, muestra de la indolencia. Era como un ingente calvario tan desmochado como ridiculizado.

En el techo, se dibujaba la señal de una gotera que había martilleado a un antiguo ejemplar del Quijote: una de las piezas más preciadas del Instituto, regalo de un viejo librero agradecido a sus años de alumno entre aquellas paredes, que al cogerla con sus manos el atónito profesor, vio como la pasta de las tapas se diluía entre sus dedos.

Pasaron los meses, y ya en su final el curso los libros de texto comprados por los alumnos estaban tan nuevos como el primer día de clase, sin que nadie hubiese abierto sus hojas, ni siquiera por una sola vez.

Hoy, aquel profesor, pasados más de treinta años y en su recuerdo, está orgulloso de aquel año en el que instó a sus alumnos al traslado de todos los libros a la biblioteca, alentándoles a que los tocaran con mimo, con suave cariño, así como motivándoles a su limpieza y cuidada restauración, para que debidamente ordenados después, quedaran en la biblioteca a disposición de todos. Con esta enseñanza completaron un curso en el que el amor a los libros fue el mejor de los logros, logrando nota alta todos sus alumnos con gran algarabía familiar.

Han pasado los años, y el profesor, aún en la docencia, recuerda con orgullo tan genial tarea, mientras se hace la pregunta de si hoy pudiera llevarla a cabo, seguro de tener en contra, no solo a los inspectores públicos o a la asociación escolar, sino también a los mismos padres molestos de cualquier abuso a sus hijos. Como también ajeno a las colaboraciones de estos, reacios a ello, quienes a eso de escaleras arriba y escaleras abajo se opondrían al esfuerzo, ausentes del amor a los libros, que como a tantas otras semblanzas que se les pregunta, cuando no saben las respuestas, siempre te contestan lo mismo: que… “eso no está en mi libro”.

(“El viejo Instituto” es un relato que ha participado en el 40º Proyecto Anthology. Tema: Libros)

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