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14 mayo 2009

LA VIDA MISMA

Columpios

Sentado en el parque junto a una zona de juegos me llamó la atención ver una niña arriba de un balancín que con gran maña lanzaba su cuerpo adelante aventurada en su deseo inalcanzable de tocar con la punta de su zapato la rama de un árbol que daba sombra al columpio. Con sus cabellos al aire y las manos en las cadenas disfrutaba sobre un suelo de goma bajo un rectángulo de madera. A su lado, en otro columpio y sentada, una niña muy tranquila que apenas se movía; no así su imaginación envuelta en fantasías -pensaba yo- que por su mirada al cielo, debía de huir hacia algún lugar quizá lejano.

Encima de un caballo de madera anclado al suelo, un niño cabalgaba contento ante la mirada atenta de su madre preocupada no fuera a dar con su cabeza a tierra por los pocos años del zagal.

Pero no todos los niños jugaban felices pues la dicha nunca está al alcance de todos. Una niña de pelo corto, apoyando su cuerpo a uno de los palos que sustentaba el columpio, esperaba impaciente a que alguna de las niñas los dejara libres. Después de un buen rato, con su cara triste y de rabia contenida, miraba tanto a la niña que volaba al árbol, como a la otra tranquila y sentada en el columpio en el que mostrando cierta dulzura se mecía tenuemente.

Y como ninguna de las dos niñas lo cedía, la niña de pelo corto cada vez más triste alzó la voz reclamando su turno, sin quienes los ocupaban hicieran caso al reclamo ignorando su presencia.

Unas mamás, algo alejadas, debían hablar de vestidos, de los problemas con sus jefes, de las rarezas de sus maridos o de cualquier cosa de las que a diario acontecen ignorando la lucha de miradas por los columpios sin enterarse de nada.

Me fijé en la niña de pelo largo nada dispuesta a soltarlo dándole cada vez mayor impulso, convencida de su dominio, dueña de su fortaleza, irrenunciable a abandonar lo que consideraba de su propiedad. Si su rostro denotaba poderío, la alegría que desprendía al mismo tiempo era un insulto a la rabia contenida en la niña de pelo corto que se sentía afligida, débil e incapaz.

La niña tranquila allí cerca debía de estar lejos, muy lejos del parque, quién sabe, ensimismada en cualquier sueño y sin importarle nada de lo que ocurría a su alrededor, como tantas veces sucede.

Instantes después me levanté y seguí mi camino. ¡La vida misma!, pensé.

La brisa suave del atardecer, ya en plena primavera y vía al estío: como una y otra vez, como tantas otras veces.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Justamente he pasado por la experiencia del columpio. Mi nieta en el columpio y su madre empujando suavemente. Observo a la que espera el turno, con cara de vinagre, y le digo a mi hija: "Mira esa pobre".
.-¿Y su madre, dónde está?.Es muy pequeña para que suba sola.
Efectivamente, la madre de charrete, como apuntas.