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05 enero 2009

EL BUNER DE ORDINO

El recorrido de nuestro viaje a Andorra, en cuyo destino íbamos a despedir el año un grupo de buenos amigos, no pudo ser más halagador. Frente a los agobiantes ecos, frutos de la recomendada prudencia ante la inestabilidad atmosférica anunciada por los telediarios de forma tan machacona como alarmante, la puntual y más certera información acerca de los lugares de nuestro recorrido ofrecido por Internet, hacía, sin embargo, presagiar un viaje tranquilo y seguro: pronóstico que por cierto así se cumplió, llegando felizmente al lugar elegido: el bello paraje pirenaico lleno de encantos y leyendas entre las que prevalece la del “buner de Ordino”: un personaje afable y desprendido, bajo cuya batuta tantas veces hemos gozado; al tiempo en el que la leyenda se mezcla con la realidad.

Gozar de Ordino subiendo por su caminos cercanos a sus laderas cubiertas de nieve, cuando sobre su blanco manto se otean las huellas de algún lobo perdido en su errante caminar, es una ejercicio sano que el cuerpo sabe apreciar. Ordino es valle de músicos –dicen sus gentes- de labios gastados soplando su buna: una especie de gaita cuyo sonido se apodera del valle enrocado a su leyenda. Como alguna que otra historia cuya constancia queda patente junto a su Iglesia Parroquial de los Santos Cornelio y Cipriano del siglo XV, con su argolla ancestral al lado, en la que los reos con ella al cuello penaban sus culpas hasta hace cincuenta años.

Nuestro primer lugar de encuentro fue ante un hermoso mirador en un punto alto de la zona de Valls: el del restaurante Les Espalmes en el Coll de Lilla, donde los típicos caçolts, el buen jamón, la “cigronada” sabrosa, la rica carne y el barral de buen vino, iban a significar el principio de unos días de auténtico deleite, de paz ilusionada y disfrute de sus blancas cimas; de cuya nívea presencia arriba en las montañas confiábamos. Fue el momento de la calçotada: esa cebolla tierna, blanca y dulce hecha a la brasa, y presentada en un lecho generoso sobre una teja de barro en el tálamo de la mesa, de cuya degustación, mis dedos, quedaron tiznados de un negro carbón con perfume de carrasca. Disfruté de ello gracias a la gentileza de un camarero que me enseñó cómo coger sus flecos y cómo tirar suave hacia abajo, hasta el aparecer de un colgajo blanco y meloso que tras restregarlo por la salsa “romescu” se convierte en un bocado de grato sabor huertano.

Llegamos a Ordino en noche cerrada, con una temperatura muy gélida, nada que ver con el cálido deseo de reunirnos en la recepción del hotel, donde tras los vítores entusiastas por la feliz llegada y toma de posesión de nuestras respectivas habitaciones, bajamos al comedor a la busca de la cena fraternal, santo y seña de los próximos días en el Pirineo andorrano, lugar elegido para recibir un nuevo año y despedir al que sus días eran ya escasos.

El Hotel Babot es un refugio de alta montaña donde confluyen la sencilla estancia con la belleza de su paisaje; con sus austeras instalaciones al frente de una pareja agradable y servicial, quienes ofrecen unos servicios donde el confort tiene el sello del abrigo familiar. Y junto a la envoltura de su magia: el abrigo de una leyenda surgida próxima a los riscos de sus montañas, camino a Canillo.

El hotel Babot de Ordino, muestra a sus pies la Parroquia de su nombre, la que al despertar presenciamos como una blanca alfombra creada por una fuerte nevada caída al amanecer de aquel primer día, en el que los coches aparcados en su puerta aparecieron cubiertos de gruesa capa de nieve. Al percibirlo, quedamos contentos por el encanto que su estampa nos ofrecía, al tiempo que caían sus últimos y ya débiles copos en un balanceo frágil, agradable, a la par que encantador. Sobre el suelo escarchado, los surcos de los más madrugadores nos anunciaban que se habían ido hacia las pistas de esquí. Fue el instante que con nuestras máquinas digitales captamos los alrededores del hotel Babot, donde se concentraba el hechizo de sus montañas en su ruta a Canillo.

El momento en el que los copos caen sobre nuestros rostros, es el de la sensación agradable en su inicio, juguetón de seguido, y peligroso cuando el hielo hace acto presencia en el firme del suelo propenso siempre al resbalón. Lo que no es óbice, sin embargo, para que el frio sea el motivo principal de unos días de descanso, guarnecidos por el respeto a los gustos ajenos, como la mejor hoja de ruta aceptada por todos.

El Coll de Ordino pues, es algo más que una ruta que une a dos de los muchos valles andorranos. Comunicados a través de un camino lleno de cerradas curvas con el horizonte de sus cumbres que ribetean un cielo abierto a veces, acerado otras y negruzco en los atardeceres de nuestros primeros días, es un camino infranqueable en los días de crudo invierno e intensas nevadas, en los que una capa de plomo cubre su bóveda e impide el paso cenital. No obstante, lo que se vislumbra en su derredor, es tan mágico como bello.

Nada es de extrañar que fuera antaño hábitat de lobos y que merodeando el entorno acecharan las vidas de quienes allí vivían. El recuerdo de la leyenda está latente en un valle de impronta musical. Fue en el momento de una gélida tarde invernal cuando ascendiendo por el camino un gaitero andorrano afincado en Ordino hacia Canillo, se aupó raudo al tronco de un roble ante la amenaza de un lobo sobre un roca lanzando aullidos y dispuesto al acecho. Al ver la fiera al confiado caminante, fue a por él, con la fuerza de sus garras incrustadas en la nieve. Lleno de espanto y una vez en una de sus ramas sentado, entonó tranquilo su gaita como señal de auxilio. Fue entonces cuando otros lobos acudieron para compartir la presa subida al roble viejo. Mas como la paciencia es la mejor de las ciencias, como sabe la gente que habita este valle, el gaitero, siguió entonando su gaita, y tras un movimiento brusco y de forma inconsciente estrujó con su axila la tripa de la buna. Al instante, surgió un sonido agudo, estridente, que asustó a las fieras, acostumbradas como estaban a los suaves toques de los pastores a quienes acudían en busca de algunos de sus corderos que tranquilamente pastaban en el valle. Asustados, huyeron los lobos, y el buner bajó del roble, y poco después llegó a Canillo sano y salvo, con cosas que contar.

Conocido pues, lo sucedido, la importancia de aquel sonido incisivo creció por todo el valle y el nuevo toque musical se convirtió en la mejor arma como defensa ante los lobeznos por toda la comarca. Ahí quedó la leyenda oculta entre los montes, de cuyo peligro, fruto de la amenaza hambrienta de los lobos, nunca más se supo. Pese a ello, la leyenda prevalece, y aunque nadie cree en su amenaza, el recuerdo se mantiene en la tranquilidad de sus calles, orgullosas las gentes de su afición a tan peculiar instrumento musical.

El día frio y de refugio cálido, invitaba a la cháchara y cuenta historias dentro del hotel, todos en un grato compendio de envolvente simpatía en el que cada uno a lo suyo logramos el mejor estar. Lo que no impidió a que los más atrevidos afrontáramos un paseo sobre la nieve carretera abajo, atentos al hechizo de la leyenda, para que luego, a la inversa, camino arriba, estuviéramos vigilantes sobre la nieve a las huellas de algún chacal perdido.

Llegada la tarde y tras una pequeña siesta, las continuas partidas del juego del mus en el que el maestro Antonio no tiene rival al calor de la chimenea, dan contrapunto a las del parchís, que si no dan pie al órdago, no por ello son menos amenas y llenas de expectación; mientras que el mullido sillón da la oportunidad de lectura a los amantes de un libro en las manos: fuentes de mágicas historias, de intrigas, de amores o de leyendas lugareñas semejantes a las de Ordino.

Fue al día siguiente cuando el valle de Ordino amaneció entre algodones en su cuna de plata, al abrigo de sus ocultas cimas bajo un cielo tapado y de neblina estirada que tan sólo permitía gozar de la Iglesia, tal postal navideña, a cuyo derredor las casas esculpían una estampa invernal de laderas nevadas y negruzcos flecos, en los que a través de sus serpenteantes senderos el día iba tomando su pulso: un ligero trasiego de coches era la señal inequívoca de que no era un lienzo invernal lo que se mostraba ante nuestros ojos, salido de la paleta de un pintor enamorado de tan blanco paisaje.

El día muy frio no fue obstáculo para salir del hotel y tomar un primer contacto con las zonas más comerciales del Principado en las que destacaba un flujo de gente menos intenso que otros años, como muestra inequívoca del necesario ajuste a los presupuestos familiares cuyas cuantías languidecen, al igual que se derrite la nieve sobre el tejadillo de pizarras laminadas: el bello adorno de un ventanal situado en la primera planta del hotel Babot. Helado paisaje, que a bote pronto, podría surgir en cualquier instante, sin que ello suponga nuevos bríos a la débil economía de cuyos guiños no podemos evadirnos.

La tarde de siesta y descanso, de relajo y grata conversación, cubrió el tiempo al calor de un leño ardiente que se consumía en el amplio salón donde las manualidades domésticas de cada cual, salían a flote traspasando las fronteras de su entorno familiar, entre risas y chirigotas.

Antes de la cena, nuevos amigos llegados al hotel iban completando el grupo a la cita anual de final de año, complacidos de vernos nuevamente aunque para algunos después de pasado todo un año a punto de fenecer.

La luces de Ordino a pie del Hotel Babot se disponían a una nueva noche, cuando al asomarme a la terraza para detectar el bajo cero grados del termómetro, el helor de la noche me helaba el rostro sin permitirme siquiera un minuto para observar Ordino a pie de sus rutas empinadas, sinuosas y llenas de encanto. Las luces hogareñas mostraban sus perfiles y una noche oscura y cerrada invitaba al descanso.

Aún no había amanecido y me asomé al balcón: un lecho incandescente, como de brasas mortecinas, resaltaba en su envoltura de espuma densa sobre el fondo del valle, donde un tenue alumbrado fijaba la presencia de Ordino en su levantar al día, sin que aún no hubiera hecho acto de presencia el mágico hechizo de cuya existencia no podía sustraerme.

El buner era quien tocaba la buna según me cuentan desde hace ya bastantes años: una especie de gaita andorrana de presencia anual finalizando el año. Y la leyenda, se adueñaba del valle de Ordino haciéndose oír con su música vigorosa, marcando él el ritmo de todos ceñidos a su compás, en su entorno amigo y familiar.

Llegó la noche final del año y un racimo de uvas ausente estaba presente en todos, mientras que la seguridad de que cachito a cachito el “buner de Ordino” hará pronto acto de presencia y su batuta nos indicará el camino de Ordino a Canillo ajeno a la leyenda. Con su habitual fortaleza de siempre.

Es día de Año Nuevo y atardece. Un suave azul aparece por vez primera desde nuestra llegada. Se estira, abre su camino y crea figuras fantasmagóricas de negruzcas siluetas sobre las blancas cumbres que circundan al valle. Mientras tanto, va modificando sus tonos rojizos que las tornean, ora dorados, ora de brillante marrón, ora de gris acerado, ora de intensa negrura. Por momentos los tonos negruzcos se apoderan de ellas y un gris carbonizado se posa sobre las montañas adquiriendo un aspecto lúgubre de laderas manchadas de blancos ante el crepúsculo del atardecer, al que el cielo, en su claroscuro aspecto, crea una estampa navideña pincelada a carboncillo, pero con tintes de noche fantasmal. Las luces de Ordina semejan la peana sobre la que descansa el valle y las montañas que rodean al Hotel Babot se convierte en una mole negra y maciza a la espera de la noche, en la que algún lobo perdido dejará su huella sobre la nieve camino a alguna parte.

Llegan los últimos días de nuestra estancia en Andorra y con ellos un cielo límpido que acompaña los momentos de las últimas compras. Andorra la Vella junto a Les Escaldes ven cómo se inundan sus calles de ávidos compradores, mientras que un paseo por su centro histórico, de calles tranquilas, nos evade de la fiebre compradora, mientras que el “buner de Ordino”, arriba de su árbol del Hotel Babot queda satisfecho de que su manada, si bien disgregada por la calles andorranas, está unida en la confianza de que la batuta del “buner de Ordino”, aunque dormida por el necesario descanso, resurgirá briosa marcando su ritmo de siempre por muy empinada que sean las cuestas de los valles andorranos.

Es el día de nuestro regreso, y de nuevo en Les Espelmes con buena mesa y mantel, junto al barral y la colçatada, sella el final de unos días entrañables en un nuevo año, a cuyo final, la cita en torno al “buner de Ordino” es una fecha anunciada.

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