Mi ventana daba a la calle de Quart esquina a la de Aladrers y acostada en la cama todos los días al amanecer lo primero que vislumbraba era una de las dos torres, donde sabía que estaba él. La otra torre estaba impedida a mis ojos al no poder desde mi cuarto disfrutar del conjunto de las Torres de Quart: una de las muchas puertas de entrada a la Valencia amurallada de las que me hablaba mi abuelo. Se me antojaba como un castillo encantado de escondidos pasillos y amplios ventanales, en cuya habitación principal y bajo un dosel a cuadros de vivos colores él pasaba en el lecho sus horas esperando el amanecer.
No así en mi cuarto humilde, sin visillo ni cortinas, desde el que a través del cristal de una pequeña ventana me emboba observando la torre, tal y como lo venía haciendo desde muy pequeña fascinada por su esbeltez.
Supe de él cuando mi madre a mis cinco años reemplazó mi primera camita con otra más elevada. Vistió mi habitación con una cama de mullido colchón y cabezal de hierro de cuyos barrotes me servía para levantar mi cuerpo descansando en ellos mi espalda. Entonces, penetraban mis ojos por los arcos de la torre que mi abuelo decía que eran góticos, al tiempo que en mi alucinación me perdía en su interior habitado por un príncipe que, sabiendo de mí, trataba de verme. Y en ello me embelesaba.
De inmediato, al verlo, me escondía en mi embozo y se enrojecía mi rostro. Al saber de su existencia lo escondí en mi almohada haciéndolo mío. Nuestra relación en la distancia fue de unos tres años, y durante ellos, cuando salía a la calle de la mano de mi madre hacía la Iglesia de Santa Úrsula, situada enfrente y que tras las Torres creaba una pequeña plaza por la que cruzábamos para acudir a misa de nueve, alzaba mi mirada hacía las torres en el mismo instante que ya divisaba las dos, elevadas al cielo pero sin encontrar a mi príncipe escondido en su interior.
Nunca se lo había dicho a mi madre y cuando cumplí mis primeros ocho años y me enojé al descubrir que mi príncipe jamás había existido, me invadió una gran tristeza.
Aquel fue mi primer desamor y cada vez que paso bajo las almenas sonrío su recuerdo.
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