En el comienzo del siglo XIX dos grupos políticos dividían la sociedad española: los absolutistas y los liberales. Avanzando en la centuria, fueron surgiendo escisiones entre los liberales que inicialmente se dividieron en dos grupos: los moderados y los exaltados.
Refrendada "la pepa", la Constitución de Cádiz de 1812, años más tarde, los exaltados decidieron cambiar su nombre por otro de mejor semblante, decidiéndose por el de progresistas que lo era de nuevo cuño. Algunos de ellos, conocidos como los “arrepentidos” se pasaron al bando moderado.
Como progresistas pues, fueron reconocidos a lo largo de todo el convulso siglo, a cuyo final, los bandos políticos se vieron reducidas a dos: los conservadores y los liberales, representados por Cánovas y Sagasta, respectivamente.
Ya en el XX y con las nuevas tendencias políticas, desaparecieron los liberales de la vida política española, acomodándose en los diferentes partidos, excepto en los extremistas de uno y otro signo. El término progresista se incorporó al campo de las ideas, abandonando el de las siglas, aunque algunos partidos minoritarios siguieron con su uso.
Ello ha llevado a que la condición de progresista se haya utilizado en ocasiones de forma adecuada, pero desafortunadamente, no siempre.
Como de buena aplicación se debe considerar la ley del divorcio porque no se puede obligar a la perpetua unión de dos personas que deciden dar un nuevo rumbo en sus vidas. De la misma aplicación se debe el respeto a las inclinaciones sexuales de las personas, desgraciadamente condenadas por una parte de la sociedad occidental, aunque dicho sea de paso, en menor medida que en otras latitudes en las que la lapidación o penas de muerte son prácticas comunes.
Sin embargo, considerar como progresista una acción agresiva y por lo tanto violenta, como lo es la del aborto, para solucionar un problema cuando es fruto de la irresponsabilidad cultural, es más bien una engañifa tendente a la obtención del voto fácil de una parte de la sociedad, confusa y manipulada.
Tratar al aborto de progresista es un insulto a la inteligencia de cualquier persona racional.
Pero el colmo de los despropósitos lo encontramos en el poder judicial cuando unos jueces dan su voto favorable a una organización, Sortu, afín al mundo etarra. De sus vasos comunicantes, no hace falta más que darse una pequeña vuelta por las localidades donde viven en las que todos sus vecinos sobradamente se conocen.
Tildar de “progresistas” a unos jueces capaces de autorizar para unas elecciones democráticas a un entramado cuidadosamente seleccionado, es el mayor de los esperpentos, tanto en cuanto supone un menosprecio a una sociedad a la que tienen obligación de defender, una rémora a la capacidad de discernir de los ciudadanos sembrando la duda y un insulto a quienes han sufrido en sus familias el azote del terrorismo. De seguro que si algunas de éstas lo fueran de los citados jueces, su voto hubiera sido contrario.
¿Cómo no dudar de una judicatura en la que se halla incrustado un sector ajeno a las evidencias de fácil constatación, a poco que se decidan a cumplir con su obligación asistiendo a su trabajo con los deberes hechos?
¿Progresistas? ¿Quién les da la patente? Nadie. Más bien se califican ellos a semejanza de aquellos “exaltados” decimonónicos que para mostrar su mejor talante cambiaron su nombre.
¿He dicho talante? ¿De qué me suena?
No hay comentarios:
Publicar un comentario