Ha terminado la serie Toledo en Antena 3 TV. Trece capítulos. La España del siglo XIII. Alfonso X el Sabio. Mora bonita y cultivada –con seguridad las había- lo que es de agradecer, en la que manda su corazón y no la cabeza: Alianza de Civilizaciones. Escuela de Traductores y las tres religiones en armonía. Noble malo. Cura malo, muy malo.
Como la serie. Un bodrio.
Entretiene; es cierto. Gusta porque es un trabajo muy bien presentado que reúne todos los ingredientes para que enganche ante la caja tonta a los que gustan de acomodarse en sofá de falsa piel. Su derroche de medios para una muy lograda presentación, sus fines de capítulo pletóricos de intriga, su atrezzo, así como un soberbio en su interpretación, Alfonso X, al igual que una muy digna Reina Violante, dueña de un amor frustrado con Don Rodrigo, el Magistrado, hombre leal a su Rey y responsable del orden en una ciudad amurallada, echan el resto.
Lo que es difícil entender es cómo se tergiversa la historia, cómo se le da la vuelta al calcetín, ignoro con qué fin. Quizá para dejar testimonio veraz de que la historia puede cambiarse cuando a uno le viene en gana, sea cual sea el fin que se proponga. No es un juego ni de malos ni de buenos, mal encajado, que cada uno pueda interpretar según le convenga. Más bien y en especial es ese trueque en la descendencia real que de manera incompresible se presenta al espectador, quizá para confundirle y para su desconfianza en el curso de la historia.
¿El curso de la historia?
Ahí es cuando todo encaja. Guión intachable y de altos vuelos con el deseo de presentar una realidad que sufrimos los españoles, por lo que termina en tragedia en la que, como se dice a veces, muere hasta el apuntador.
Es más bien la España del siglo XXI ambientada ocho siglos atrás, pero tan real como la que en lo políticamente correcto impera en nuestros días.
La falsificación de la historia, lo que nunca existió con la pretensión de inventarlo en aras a un fin propuesto. Y de esta guisa, el malo de la película, el cura, al que se le corta la cabeza porque es quien domina toda la tramoya, y por supuesto, con mal fin.
Si en aquellos triunfales años del cine español de los cincuenta se lograron obras maestras fruto del regate a la censura, habrá que convenir, en este caso, que si la historia no la escriben los hombres sino los vientos que soplan, y el fin propuesto es el de manipular, engañando a la gente ignorante de su pasado y por ello dispuestos a cualquier patraña, el reflejo de nuestra realidad es tan patente como las aguas del Tajo, que si en los doscientos debían ser nítidas, aunque manchadas de sangre a veces, en la actualidad son tan sucias como las perversas intenciones en quienes quieren cambiar su curso con ostentada vanidad. Obra genial la de Toledo en una España del dos mil, cuyo cauce de la historia se quiere desviar.
Por cierto, sin trasvases. Ni una gota, dijeron y dicen.
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