Aquella mañana León Valderas se había levantado de muy mal yogurt. Estaba como indignado, muy indignado. No le gustaba la sociedad de su tiempo. Ni siquiera el pensar que siempre había sido la misma le produjo el mínimo alivio.
Todo lo contrario: se reafirmó en sí mismo concretando que pese a todo lo sucedido en el pasado, si en algo se habían superado quienes en la actualidad la formaban, era en cómo fastidiar al vecino. Indignado y de esta guisa, notaba en el correr por sus venas no ríos de sangre, sino de indignación.
En su rebelión constante sentía la necesidad de lanzar exabruptos contra aquella división societaria cuya linde estaba configurada por irascibles meandros de egoísmo.
Una de sus riberas estaba formada por unas agrestes rocas que en dientes de sierra estaba habitada por quienes estaban dispuestos a lanzarse a unas aguas cuyos posibles peligros ignoraban, mientras su mayor anhelo era el de ser dueños de sí mismos. Y al mismo tiempo, llenos de temor ante un objetivo en el que cifraban su esperanza, pero confiados en las manos ajenas de cuyo esfuerzo necesitaban.
La otra parte del río, más amplia, formaba un extenso prado que servía de cobijo a quiénes preferían asegurar allí su cómoda estancia, sin ningún temor, convencidos de que llegado el caso, el tablón salvador lo tenían garantizado con el esfuerzo de sus manos.
Era tal la indignación de León Valderas ante aquel paisaje de probable ebullición, que de inmediato apareció lo que temía.
Una enorme avenida caída de negros nubarrones montes atrás, como otras muchas veces, arrasó tan solaz imaginería y el sálvese quien pueda atronó en el paisaje en furioso vendaval.
León Valderas, indignado, nada pudo hacer, pues en aquel choque entre riberas, en aquella huida hacia adelante estandartes en mano cual seña de pánico, se hundió un pasadizo de trampas en cuyo estruendo, e igualmente como siempre, perecieron junto a los débiles quienes confiaban en el tablón.
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