A Celia, gracias
La tuve a mi lado en los últimos siete años. Creció conmigo. Juntos vivimos por caminos ciertos y por otros imaginarios. Jamás le obligue a nada, sin embargo siempre aceptó de buen agrado aquello que le dijera. Ni un rechazo. Ni una mala cara. Siempre a mi vera.
Y juntos caminamos por senderos con sombra, al igual en los días de lluvia por prados y valles, que otros frente al mar, en aquel mirador donde las olas rompían al pie de altos acantilados, mientras los graznidos de las gaviotas aportaban un ritmo musical que sólo ignoraba el pez que pronto sería su presa a flor en las aguas, mientras los rayos del sol rompían por donde salir para dar su calor y secar la flor del romero y las acacias.
Y le enseñé altas, muy altas catedrales, adornadas de hermosas vidrieras y agujas al cielo, buscando la gloria divina, al tiempo que las gárgolas lascivas miraban al suelo sujetas de su cuerpo a la piedra bendita, que por nacer de la tierra, portan a sus espaldas el pecado venial. Y próximo a ellas, siempre la Plaza Mayor, con sus tiendas de flor de papel, también natural pero con pétalos que se mustian. Y al lado del barato souvenir, el viejo café donde tomábamos limonada de aperitivo en una pequeña mesa de mármol junto al ventanal, desde el que observamos a un joven violinista que frotaba sus cuerdas arrimadas a unos ojos ensimismados.
Compartimos mesa, y con el previo tin tin de las copas alzadas que musitaban muy buenos deseos, le hablé de un pescado al hinojo y de la delicia final de un helado de chocolate y del aroma de un café llegado de los trópicos.
Le hablé de las puestas del sol en el parque central. De cómo había sido aquel lento atardecer, en el que la pelota iba de un pie a otro de unos niños con los zapatos manchados de arena, vigilados por una doncella, rendida a un banco y festejada por un apuesto militar.
Y cuando las luces de la Casa Consistorial dieron nueva vida a la Plaza, nos salió al encuentro una procesión que invitó al silencio a quienes por allí transitábamos, mostrando el debido respeto al paso de la Virgen del Dolor, cubierta de una lluvia de pétalos que surgían de un balcón corrido, tapizado de rojo damasco, bajo el blasón de una noble familia de tiempo inmemorial. Y se lo expliqué con detalle.
También de un viaje en barco sobre una carretera inmensa y sin arcenes, y que a falta de árboles en las veredas, parecíamos estar quietos todo el rato, sin avanzar, pero amaneciendo cada día en un distinto lugar de sabor incierto, pero que luego sabían unos a limón y otros a frambuesa. Y le hablé de ello.
Y aproveché los viajes para aprender historias de mi patria. Para hacer fotos con la cara al viento ante un bello lugar, aprovechando, igualmente, para saber del político mentiroso que cada vez que habla, mayor tiene la nariz. Sin pensar en Pinocho.
Y así estuve con ella estos últimos siete años; pero este corte en mi vida no es un punto y final, sino un punto de partida; y como si de domingo se tratase, he vestido su cuerpo con un vestido de larga falda hasta los pies, de color otoñal, cubiertos por zapatos de un color inexistente, al que a la altura de su corazón, le he abierto una blanca ventana por donde escape al vuelo lo que quieran mis palabras.
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