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20 junio 2008

EPÍLOGO A UN VIAJE


La superficie de la mar, cuando recibe la caricia del viento próximo a Santorini, rompe sus crestas en suaves burbujas como el blanco del algodón. Presenta la textura de los grumos y su superficie parece densa, como el mercurio, brillante, metálica, amortiguándose en ella la luz.


Azul marino como de uva negra, morado de moras y con pinceladas blancas que forman caballitos de mar. El cielo, de tonos más suaves y con ligeras brumas, es el contrapunto en una línea que se pierde en el infinito y los separa en dos mitades: lo real de lo imaginario, hasta confundirlos. Cortinas de seda que ocultan las islas, cuando alejándose, se pierden en la inmensidad del Egeo; y quiero pensar, merced al suave impulso de los dioses, presentes en su morada de siempre, y que siglo tras siglo y hasta el fin de los siglos les mantendrán amos y vigilantes del mar en el que nacieron.


Un pequeño ferry rumbo a Ítaca pasa bajo el crucero, y le lanzo un saludo de amistad. Y tras él deja su rúbrica, que cortando el agua vuelve a unirse y responde a mi cumplido. Mientras, fijo mi mirada en la mar, que si azul por un instante, adquiere el negro color de su elegancia y se baña de plata por los reflejos del sol que atardece.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El mar, ese cautivador de matices y de reflejos que nos trasmite siempre la profundidad de los sentimientos que nos inspira.
Como tus textos Julio.
Un gran beso
Maria Luisa