Abriendo aguas navegaba el pequeño pero veloz barco con su panza repleta de ricos botines logrados tras cruentos abordajes, saqueados a todo aquel navío que hubiera osado ir por las aguas del Caribe cruzando su camino. Un puerto, Maracaibo, con abundantes tabernas, era el lugar donde celebrarlo, y más, si cabe, cuando sus gaznates secos por el salitre les hacía soñar con el ron a mares que allí les esperaba, anhelado por una tripulación enloquecida.
Nadie me llamaba a bordo por mi nombre de pila, pues debido a mis pocos años era conocido como “el Cachorro”. A gritos era requerido de forma constante para cualquier tipo de trabajo, con la única recompensa de una buena paliza entre grandes risotadas. Tanto en las horas de calma, quietos sobre el mar, como en las de fuerte viento, que hinchadas las velas, corríamos ligero mientras los crujidos de todo el velamen parecían romper la corbeta sin que nadie temiera por ella.
Y fue al acercarme al tonel de agua junto a la popa cuando vi el brillo de una daga en su hondo. El sol estaba en lo alto y de uno de sus rayos salió el destello de su hoja afilada. Sin dudarlo, aproveché la ocasión y logré hacerme dueño de un arma que hasta entonces sólo me daban en los momentos de abordaje: más para matar, que para defender mi vida.
Una patada en mi espalda me despertó y lo primero que hice fue echar mano a mi faja. Y allí estaba, no había sido un sueño; asombrado, conseguí ocultarla sin que ninguno de los dos piratas se diera cuenta de su filo.
El viento había cesado, la calma era absoluta y la tripulación dormía en la cubierta agotada sus fuerzas. El Capitán descansaba en su camarote, el timonel lo hacía con su cabeza incrustada entre los radios de la rueda y del vigía en lo alto del palo mayor, sólo llegaban sus ronquidos tal era el silencio a bordo de la nave.
No lo dudé ni un instante, y sacando mi daga de forma decidida ante los confiados piratas, en un santiamén, me deshice de ambos rompiendo sus corazones de sendas cuchilladas; lo que aumentó mi autoestima y afán de venganza.
Hice lo mismo con toda la tripulación, gracias a mi destreza y arrojo. Pero el fuerte vozarrón del capitán pirata y un puñetazo en mi cabeza, volvió a despejarme de la ensoñación.
-¡Qué haces truhán, todo el mundo a lo suyo y tu ahí tumbado. ¡Voto al diablo!- me dijo con cara tan infame como desencajada.
Pero allí seguía mi daga, escondida en mi vientre. Y de un salto, y de arriba abajo, me deshice de él matándole en el acto. Como un saco cayó su cuerpo sobre el grueso de cuerdas donde segundos antes dormía.
Y como si la suerte me acompañara, volvieron los vientos, se inflaron las velas y el timón, girando con fuerza, estranguló al timonel, roja su cara como un cuajo de sangre.
Justo el momento en el que el chlof de la cabeza del vigía caído desde lo alto sobre la crujía de babor, le rebotó hasta el fondo del mar… cuyo sonido me despertó nuevamente del sueño.
Ignoro qué había sucedido a bordo de aquel barco, ni qué era lo que yo allí hacía, pero lo cierto es que estaba solo en cubierta y con una daga al cinto. El viento arreciaba; unos pajarracos llamaron mi atención y a escasas millas divisé Maracaibo.
Acudí al timón y puse rumbo a la costa. Y fue entonces cuando por primera vez en mi vida, sentí la brisa de la libertad, fascinado en mis sueños.
(“Rumbo a Maracaibo” es un relato que ha participado en el 46º Proyecto Anthology. Tema: De barco y espada)
1 comentario:
Hola, Julio:
circunstancias personales me desmotivaron a la hora de asomarme a la red, además de otras muchas cosas. Pero seguiré con la buena costumbre de leerte.
Un abrazo.
Germán.
Publicar un comentario